O cómo un abogado puede hacerse pasar por simple para ganar el caso.
Un héroe pintoresco
De pequeño me gustaba ver los episodios del teniente Colombo. Era un inspector de policía con un aspecto desaliñado y sobado. Como de tío que no ha pegado ojo en toda la noche. Siempre vestía con la misma gabardina arrugada y fumaba puros como un carretero. No era el tipo de “héroe” televisivo que estaba de moda en esa época. Pero Colombo tenía algo especial que divertía a los niños. Aparentaba ser despistado y torpe, pero en realidad era extremadamente perspicaz y meticuloso en sus análisis.
La marca de la casa de Colombo era, precisamente, hacerse el tonto para desarmar a los sospechosos. Usaba esa actitud como táctica para que los criminales se confiaran y revelaran sus contradicciones. Colombo fingía ser un verdadero patán: se tropezaba, se le caía el puro, se le olvidaban las cosas o tiraba objetos de la estantería. Los sospechosos lo subestimaban y a veces se burlaban de él, pero esto era justo lo que él buscaba.
En un episodio muy conocido, una escritora de misterio mata a su sobrino. Colombo se presenta como un pardillo muy fan de sus libros. El policía pide firmas y dedicatorias y hace preguntas triviales sobre las novelas. Ella se confía y baja la guardia. Entonces Colombo pasa a jugar con su ego para tirarle de la lengua. Al darse aires, la asesina termina dejando escapar el detalle que le delata. Ahí es donde los niños aplaudíamos, nos reíamos y pensábamos que Colombo molaba mucho.
En el fondo, nos gustaba Colombo porque, siendo muy listo, se hacía el tonto para llevarse el gato al agua. Hoy diríamos que su estrategia pasaba por anular su ego e inflar el de los demás.
El arte de hacerse pequeño
Por extraño que parezca, en el ámbito de los tribunales tenemos un ilustre procesalista que abogaba por una estrategia similar a la de Colombo. Piero Calamandrei estudió a fondo el procedimiento civil y la psicología y el oficio de los jueces. Este profesor italiano condensó en tres reglas forenses su profundo conocimiento de la naturaleza humana:
1) Primera regla: el aforismo iura novit curia no es solamente un principio procesal que establece que el juez tiene la responsabilidad de conocer y aplicar el derecho vigente a un caso, incluso si las partes no lo invocan o lo hacen erróneamente. Para Calamandrei es también una regla de forense que todo letrado debe aplicar a rajatabla. Si el abogado realmente quiere velar por los intereses de su cliente, no debe darse aires ni parecer que enseña a los jueces el derecho. Será un gran jurista -dice el profesor- pero un pésimo psicólogo (y, por tanto, un mal abogado) quien se dirija a los jueces como si estuviera sentando cátedra y los irrita haciendo exhibicionismo de su sabiduría.
2) Segunda regla: el abogado debe dejar caer sus argumentos a medias, de forma discreta o velada, para que sea el juez quien una los puntos y crea que ha sido él quien ha dado con la solución jurídica para el caso. La idea triunfará, el cliente ganará, pero el abogado no se llevará ninguna medalla.
3) Tercera regla. El abogado que critica al juez porque no le ha comprendido, no deja en mal lugar al juez, sino que se desacredita a sí mismo. El juez no tiene el deber de comprender al abogado. Es el abogado el que tiene el deber de hacerse comprender. De los dos -dice Calamandrei- el que está sentado, esperando, es el juez. Quien está de pie y debe moverse y aproximarse, incluso espiritualmente, es el abogado.
Dominar las técnicas forenses que propone Calamandrei resulta francamente difícil porque el letrado debe domar su ego. Entrenar a su dragón.
La tendencia natural de un abogado en sala es inflarse como un pavo. Pero Calamandrei nos enseña la vía discreta. La de hacerse pequeño para que el juez se haga grande.
La vía efectiva de Colombo.
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